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4 octubre 2010 1 04 /10 /octubre /2010 23:14
La Virgen María. XIX Octubre de 2010
El mes pasado terminábamos nuestra meditación sobre la Virgen fijándonos en ella como niña que era educada rectamente por sus padres. Más adelante, en este mismo curso, la veremos como educadora de su hijo. En este mes, en cambio, nos vamos a fijar en sus primeros pasos como adolescente y como joven.

Primera semana

 
Elección personal de Dios.
 
La mejor educación y el mejor ejemplo no son suficientes para que se produzca, en el joven, de forma necesaria e inevitable, la amistad con Dios. Por eso no es justo achacar a los padres, de forma automática como si fuera una ley inexorable, el alejamiento de Dios por parte de los hijos. Claro que, en el caso de María, Joaquín y Ana contaban a su favor con el hecho de que aquella deliciosa jovencita era ni más ni menos que la Inmaculada, la que no había conocido nunca la mancha del pecado.
 
Sin embargo, ese privilegio que le había sido otorgado a María en vistas a que de ella tomaría carne el redentor del mundo, no la facilitaba las cosas hasta el punto de que la privara de toda opción, de todo mérito. María no era un “robot”, una máquina despersonalizada incapaz de hacer el mal y para la cual sólo cupiera la posibilidad de hacer el bien. Los primeros cristianos lo entendieron esto muy bien y por eso compararon a María con Eva, la primera mujer.
 
También Eva había sido engendrada –no concebida- sin pecado original y esa exención no sólo no la libró de cometer pecados personales sino que fue ella la que cometió el primero de todos, el que nos fue luego transmitido a los demás.
 
Por lo tanto, en la vida de María, en el desarrollo físico y psíquico de aquella jovencita nacida en Jerusalén y criada en la aldea galilea de Nazaret, hubo un momento en que sus ojos se abrieron a la realidad de Dios de forma especialmente consciente. Los había tenido abiertos siempre, tanto por la gracia del Señor que la llenaba como por los ejemplos recibidos de su familia. Sin embargo, a su tiempo, María se hizo especialmente consciente de quién era Dios y de quién era ella. San Agustín, pocos siglos más tarde, escribirá en sus “Confesiones” una súplica dirigida al Señor: “Que yo te conozca Dios mío y que yo me conozca”. Eso le debió suceder a María a una edad muchísimo más temprana que al santo de Hipona. María empezó a conocerse, a saber quién era ella, y, sobre todo, a saber quién era Dios.
 
Y entonces se produjo el enamoramiento. Este enamoramiento entre el Creador y la criatura no era inevitable, aunque, debido a las virtudes que adornaban a la futura Madre de Dios, era de lo más probable. El caso es que se produjo y, como consecuencia, aquella muchachita galilea hizo del Señor su primer y definitivo amor. “Te quiero”, le diría, probablemente, mientras paseaba por algún retirado camino de los que rodeaban Nazaret. O quizá se lo diría en casa, en lo íntimo de su habitación. Seguro que repetiría palabras de amor a su Amado, más tiernas que las del Cantar de los Cantares, mientras ayudaba a su madre en las cosas de la casa, o mientras bajaba a por agua a la fuente que manaba en la falda de la colina sobre la que se asentaba su pueblo. Claro que aquellas declaraciones de amor entre la adolescente y el Todopoderoso no estarían exentas de muestras de respeto, pues en ese respeto, como buena judía, había sido educada la Virgen por sus padres. Pero, sin faltar al respeto, el amor se imponía, iba creciendo y todo lo llenaba de luz y de color.
 
Es en esta etapa en la que la tradición sitúa la decisión de María de consagrarse al Señor en virginidad perpetua. Es una tradición respetable, aunque no se tengan textos bíblicos que la sostengan. En todo caso, no debió decirles nada a sus padres, pues de lo contrario éstos jamás la hubieran comprometido con José. Claro que, para otros, la boda con José se pactó precisamente a sabiendas de ese voto de virginidad que María habría hecho, bien porque José hubiera hecho otro del mismo tipo o bien porque se tratara de alguien tan anciano que no pudiera poner en peligro la consagración de la joven nazarena.
 
Sea como sea, con voto o sin él, María, a una edad muy temprana, descubrió, personalmente, quién era Dios y decidió entregarse a él en cuerpo y alma, por entero. Si en siglo XIII un hombre como San Francisco de Asís pudo decirle al Señor: “Mi Dios y mi todo”, siendo pecador como era, cuánto más se lo debió decir aquella doncella galilea que no había conocido ni tan siquiera la huella del pecado original.
 
Así fue con María. ¿Y con nosotros? ¿qué debemos hacer?. Lo primero es fijarnos en aquellos que están en la edad de abrir los ojos a su propia realidad y a la realidad que les rodea, incluida la realidad divina. Hay que ayudarles a que descubran a Dios y a que le descubran como el Sumo Bien, el Amor de los Amores. Para ello pueden ser útiles, por ejemplo, las lecturas. En una edad en la que se buscan modelos de identificación, es lamentable que sólo se disponga para elegir entre cantantes que suelen ser aficionados a las drogas o la vida relajada, futbolistas que se cotizan por miles de millones o actores y actrices con más o menos “glamour” y más o menos divorcios y escándalos en su historial.
 
En cuanto a los que ya no somos adolescentes, ver a María y contemplarla como aquella que hace de Dios lo más importante de su vida y que lo hace voluntariamente y no por mera rutina o aceptación de la presión social o familiar, nos debe llevar a preguntarnos por nuestra propia realidad. ¿De verdad podemos decir, con Santa Teresa, “sólo Dios basta”? ¿Podemos hacer nuestra la expresión de San Pablo: “para mí la vida es Cristo y una ganancia morir”?. María descubrió quién era Dios y quedó prendada y enamorada de él. Hagamos nosotros lo mismo.
 
Que también para nosotros, una vez que le hemos conocido, ya no haya otro sol que compita con él en el firmamento de nuestra alma, otro tesoro que le sustituya, otro amor que le destrone del primer lugar en nuestro corazón.
 
Propósito: Agradecer a Dios la fidelidad de María desde el primer momento de su vida, en cuanto empezó a tener conciencia de su identidad. E imitarla.
 
 
frmaria
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