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19 enero 2012 4 19 /01 /enero /2012 21:48

Autor: Francisco SOLER, doctor en Filosofía

Por lo que a la teología respecta, el marco darwinista es perfectamente asumible, y hasta preferible a algunas versiones populares del DI que circulan por ahí, y que siguen presentando a Dios como una especie de demiurgo que continuamente tiene que estar interviniendo para que de la materia se pueda sacar algo interesante.

¿Es el darwinismo una teoría esencialmente atea? ¿Constituye el Diseño inteligente una alternativa más favorable al teísmo? Comienzo el artículo adelantando mi respuesta a estas dos preguntas: No, y no.

El darwinismo NO es una teoría atea, ni una teoría que deba necesariamente inclinar a sus partidarios hacia el ateísmo, ni que resulte más fácil de conjugar con una cosmovisión atea, ni más difícil de conjugar con el teísmo que la propuesta del llamado “diseño inteligente”, que se discute de un tiempo a esta parte en los EEUU.

Después de este arranque tan rotundo, el lector tiene derecho a esperar una justificación por mi parte. Y, aunque no es fácil ofrecerla dentro de los límites de un artículo, voy a intentar saldar esta deuda en lo que sigue.

Comencemos con algunas definiciones (que, por supuesto, tienen que ser telegráficas, y, por tanto, bastante toscas):

Por “evolucionismo” entiendo la tesis de que, a lo largo de una historia de miles de millones de años, se ha ido dando una sucesión de especies vivas en nuestro planeta. De manera que las especies que lo pueblan actualmente derivan del algún modo de otras especies anteriores, hasta remontarse a una, o varias formas vivas iniciales, seguramente unicelulares (o tal vez incluso más sencillas que todos los tipos de células que se conocen hoy día).

Por “darwinismo” entiendo la propuesta de que el único (o el principal) mecanismo que ha guiado la historia de la evolución de la vida es el de la selección natural sobre variaciones aleatorias. Dicho de un modo algo más extenso: los descendientes de cada ser vivo presentan variaciones aleatorias respecto a su(s) progenitor(es) en algunos rasgos estructurales hereditarios, y algunas variaciones resultan útiles para la supervivencia del individuo que las posee, o de su especie; los individuos cuya estructura presenta tales ventajas, tienden a dejar más descendencia que los otros, y así, los cambios se van acumulando, y dando lugar a la historia de la vida.

Por DI, o “diseño inteligente”, entiendo una corriente de autores (de momento casi exclusivamente norteamericanos) que afirman que hay aspectos estructurales en los seres vivos que poseen un tipo de complejidad (bien sea “complejidad irreducible” [Behe] o “complejidad especificada” [Dembski]) que no puede haber sido producto del mecanismo darwinista de selección natural, sino que implica que las estructuras en cuestión han sido diseñadas inteligentemente, del modo que sea. Los partidarios del DI no niegan, por tanto, en general, que se haya dado una evolución de las formas de vida. Lo que niegan es que esta evolución se explique de manera completa, o principal, por medio del mecanismo de variaciones aleatorias y selección propuesto por Darwin. En el tránsito de unas especies a otras similares puede ser que el mecanismo darwinista resulte decisivo, pero las grandes novedades estructurales no surgen por ensayo y error, sino por diseño.

Por “teísmo” entiendo, de modo general, una imagen del mundo según la cual la realidad fundamental no es la materia inerte sino una inteligencia creadora. Es decir, se trata de un planteamiento que considera que la inteligencia no es sólo un atributo particular del hombre, o de algunos tipos de seres vivos, sino que este atributo constituye el reflejo de una mente fundante de la naturaleza. Por “ateísmo” entiendo justo la cosmovisión opuesta, es decir, la que postula que la inteligencia es tan sólo un derivado, y que la materia inerte constituye la realidad fundamental.

Hasta aquí las definiciones. (No son lo que se dice muy matizadas, pero creo que valdrán).

Sentadas estas bases, quizá la primera pregunta que a uno se le ocurre sea la siguiente: ¿por qué tendría que ser el darwinismo una teoría atea, o que tiende a generar ateísmo?

Pero esta pregunta no nos proporciona, en realidad, una buena forma de empezar a abordar el asunto. Y no lo hace, porque el problema al que nos enfrentamos no es de principio, sino que es histórico. El darwinismo no constituye una teoría atea de suyo, por esencia (sobre esto volveré enseguida), pero sí que constituye una propuesta que fomentó, sobre todo en el siglo XIX, el ateísmo. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que Darwin ofreció una explicación natural −y, en cierto sentido, “mecánica”− del origen de la arquitectura de tejidos, órganos y funciones de los seres vivos, siendo así que la “teología física” inglesa del siglo XVIII (una corriente que tiene su inicio nada menos que en Newton), había llevado a concebir los vivientes como una especie de relojes cuya arquitectura −el engarce armonioso de sus órganos para realizar las funciones vitales− sólo podría explicarse por la acción directa de una divinidad, que crearía cada especie al modo en que un artesano relojero compone las piezas de sus creaciones.

Tan extendida estaba esta idea, y, sobre todo, tanto habían insistido en ella autores como Paley, que la empleaban como la prueba decisiva de la existencia de Dios, que el hallazgo de la explicación darwinista alternativa del origen de las especies tuvo por fuerza que convertirse en un gran refuerzo de la corriente atea que ya comenzaba en el siglo XIX a ser pujante.

Pero estamos hablando de hechos del siglo XIX, y ahora nos encontramos en el siglo XXI. Y deberíamos haber alcanzado entretando una cantidad de información y una perspectiva lo suficientemente amplia como para poder analizar las relaciones entre evolución, darwinismo, teísmo y ateísmo sin los elementos coyunturales y emocionales que enturbiaron el asunto antaño.

Modifiquemos entonces la pregunta inicial, y cuestionémosnos bajo qué circunstancias sería legítimo decir que el darwinismo es una teoría atea, o que tiende a generar ateísmo.

Puesto que el teísmo postula una inteligencia creadora como fuente de la realidad natural, el darwinismo se opondría al teísmo si contribuyera a hacer innecesaria esta inteligencia. Y, de hecho, justo esa fue la impresión que inicialmente dio la teoría a aquellos que se hallaban bajo la influencia de la “teología física” anglosajona (incluido el propio Darwin). El argumento que movió a estas gentes es sencillo: Si no hace falta Relojero que diseñe la estructura de los distintos tipos de seres vivos, entonces Dios es innecesario.

Sin embargo, a estas alturas, me parece obvio que deberíamos estar en condiciones de reconocer que una cosa es postular una inteligencia fundante de la naturaleza, y que le imprime a la misma un orden racional y tendente a unos fines (entre otros, la generación de criaturas racionales) −lo que implica que la naturaleza posee un diseño global−, y otra muy distinta es postular un Dios relojero que diseña y crea las especies una a una, a mano, por decirlo de algún modo. Lo primero es necesario para el teísmo cristiano, mientras que lo segundo no.

¿Contribuye, pues, el escenario darwinista a eliminar la idea de una racionalidad y un diseño global del universo? A mi modo de ver, no sólo no contribuye a esto, sino que el diseño y la racionalidad subyacente del universo se ve con particular nitidez si nos situamos en la perspectiva darwinista. Y la razón de ello es que el mecanismo de variaciones aleatorias y selección natural no podría funcionar, o, al menos, no podría generar la enorme fecundidad de formas de vida que existe en nuestro mundo, si no fuera porque la naturaleza posee una estructura de leyes y constantes finísimamente ajustadas que permiten el desarrollo, en primer lugar, de elementos y compuestos químicos en general, y en segundo lugar, de una química del carbono de potencialidades arquitectónicas asombrosas. Bastaría un ligerísimo cambio en algunas de las constantes o leyes fundamentales de la naturaleza para que todo esto se viniera abajo. Y los físicos encuentran, una y otra vez, que la mayor parte de las variaciones de la estructura del universo que se ensayan teóricamente, y se simulan en ordenadores, sólo producen universos inertes y aburridos, sin ningún tipo de estructuras complejas.

Dicho de otro modo, para que el mecanismo darwinista sea fecundo, se requiere que actúe sobre una materia de características muy especiales. Y justo esas características las posee la materia de nuestro mundo.

Este hecho es tan notorio, que últimamente se ha puesto de moda, en el pensamiento materialista, el postulado de la existencia de una enorme multiplicidad de universos, para tratar de interpretar el aparente diseño global y fínamente ajustado del universo como si fuera un mero efecto de perspectiva antrópica. Una vía para escapar de la conclusión del diseño cósmico que no puede tener éxito, según entiendo −aunque esto habría que tratarlo en un texto aparte−.

De manera que el enfoque darwinista resulta, como mínimo, tan atractivo para el teísmo como puedan serlo las alternativas que proponen los autores del llamado (y quizás mal llamado) “diseño inteligente”. Y, a mayor abundamiento, le cedo aquí la palabra al profesor Juan Arana, que explica, como de costumbre, este asunto mucho mejor que yo:

«[...] Pongamos que fabrico [paracaídas]. Mi empresa es modesta y sólo oferta dos modelos: uno para listos y otro para tontos. El de listos necesita ajustar una serie de broches y correas antes de ponérselo, vigilar en todo momento que ciertos pliegues no se descoloquen y, ya en el aire, exige efectuar varias maniobras con serenidad y destreza a fin de que el artilugio se despliegue como es debido y evite que su avisado usuario se estrelle contra el suelo. El de tontos en cambio es facilísimo de usar: se carga como una mochila y cuando uno se arroja (o lo empujan) por la portezuela del avión ni siquiera hay que tirar de una simple anilla: se abre por sí mismo con suavidad y el mentecato que pende de él se balancea pausadamente hasta besar la tierra como si fuera un pluma volandera. La pregunta que ahora planteo es: ¿qué modelo costó más diseñar, el destinado a los listos o el de los tontos?

El mensaje de la metáfora es sencillo. Un universo en el que basta la selección natural para conseguir que la más primitiva forma de vida se multiplique y diferencie hasta formar jardines botánicos y parques zoológicos tan variados como los que alberga la Tierra, es un universo bastante bien pergeñado, sea cual sea el camino por el que llegó a ser (creación directa, construcción gradual, diseño, emergencia o fluctuación cuántica). La razón es que en el abanico de los infinitos mundos posibles hay una proporción inmensamente mayor de aquéllos a los que no hay forma humana ni divina de sacar nada en limpio. Entre los que poseen la virtualidad de generar vida, la mayoría requerirá mecanismos con mayor potencia de direccionamiento que la selección natural: en ellos sólo existirán paracaídas para “listos”. Pero en nuestro universo el paracaídas de la vida se abre con suma facilidad; por eso es verosímil que baste la selección natural para extraer todo el jugo vital que contiene. Si Leibniz levantara de nuevo la cabeza, diría sin lugar a dudas que el mundo que proponen los valedores del Intelligent Design es la obra de un mal relojero.»

Siendo así las cosas, ¿tendríamos que apoyar con todas nuestras fuerzas el darwinismo? Pues tampoco se trata de eso. Porque la cuestión en torno al darwinismo, la auténtica cuestión, no es teológica, ni filosófica, sino estrictamente científica. El darwinismo sostiene que bastan las variaciones genéticas aleatorias, junto con la selección natural, para dar cuenta de la historia de la vida en nuestro mundo. Pero, por una parte, la complejidad de ciertas estructuras de los vivientes −y tenemos que agradecer a los autores del DI el haber hecho hincapié en las dificultades que subyacen ahí−, y, por otra parte, el ritmo altamente irregular de la evolución de las especies −y tenemos que agradecer a los autores de la teoría del “equilibrio puntuado”, y sobre todo a Gould, el haber subrayado este aspecto− suponen un reto a la explicación darwinista. Un reto científico, no filosófico ni teológico. La cuestión de verdad es ésta: ¿Ha habido suficiente tiempo, y los pasos evolutivos han sido lo suficientemente graduales, como para que el mecanismo darwinista proporcione una explicación completa de la evolución? ¿O más bien son algunos de los saltos demasiado grandes, y/o algunos de los plazos demasiado breves? En este caso el darwinismo constituiría una explicación insuficiente, que tendría que ser modificada o completada, quizás con algún tipo de ley de formación de estructuras, aún por descubrir.

Ahora bien, lo que quiero subrayar es que esto es una cuestión científica. Y además una cuestión que, hasta donde se me alcanza, no tiene relevancia alguna para la teología. Por lo que a la teología respecta, el marco darwinista es perfectamente asumible, y hasta preferible a algunas versiones populares del DI que circulan por ahí, y que siguen presentando a Dios como una especie de demiurgo que continuamente tiene que estar interviniendo para que de la materia se pueda sacar algo interesante. Una imagen muy pobre de la inteligencia de Dios, según creo.

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