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22 noviembre 2011 2 22 /11 /noviembre /2011 22:24
Cuarta semana
 
La Vía Dolorosa.
 
A Nuestro Señor le mataron un viernes a primera hora de la tarde. Pero entre su apresamiento y su muerte transcurrieron muchas horas. Muchas horas de idas y venidas entre la casa de Caifás y el Pretorio de Pilatos, y entre éste y la casa de Herodes. Como un títere, como uno de tantos hombres que han sido despojados injustamente de sus derechos, era llevado de un lado a otro, maltratado, injuriado, torturado y, al fin, asesinado.
Posiblemente María no vio todo aquello. Posiblemente no estuvo ni siquiera en la plaza del Pretorio, cuando enseñaron a su Hijo a la curiosidad pública, desfigurado ya por los latigazos de los romanos y con la corona de espinas arrancándole a jirones la piel de la cabeza. Posiblemente Juan logró convencerla de que estuviera en Betania, rezando, mientras se intentaba un último y vano esfuerzo para conseguir la libertad del que estaba condenado antes ya de ser sometido a juicio.
Pero la tradición nos dice que donde sí vio María a su Hijo fue en el camino de la cruz. Allí, en la vía dolorosa, se produjo el encuentro. Entonces como hoy, esa calle es la del comercio, la del ruido, la de los gritos, el caos y el mundo. Los soldados romanos debieron abrirse paso a golpes entre la multitud para conducir a su prisionero hasta el calvario. Quizá temían que un golpe de mano de sus discípulos les robara la preciada presa. Jesús, por otro lado, estaba tan malherido que no podía soportar ni tan siquiera el peso del madero. Tuvieron que echar mano de uno de los curiosos que contemplaba el espectáculo, Simón de Cirene, para que le ayudara a llevar el travesaño en el que le clavarían. Y no por misericordia hacia el reo, sino para que no muriera antes de tiempo. También sabemos que, entre caída y caída, una mujer llamada Verónica, rompió las barreras de seguridad que rodeaban a Cristo y logró acercar a su divino rostro un paño limpio para procurarle un fugaz consuelo.
Pues bien, todo eso posiblemente lo vio María. Allí debía estar ella, en un rincón de esa angosta callejuela, protegida por Juan, camuflada entre un puesto de verduras y uno de especias, contemplando como pasaba a su lado el fruto de sus entrañas. Allí debía estar, viendo como algunos extraños le ayudaban mientras que los amigos habían huido. Allí debía estar, más muerta que viva y, a la vez, llena de la vida suficiente como para ofrecerle a su Hijo el apoyo que éste necesitaba.
“No desesperes, Madre. Pase lo que pase, no dudes del amor de Dios ni de mí”, debió decirle Jesús cuando se despidió de ella, la tarde anterior en Betania. Esas palabras sonaban todavía en sus oídos y a ellas se aferraba con la fuerza del náufrago que agarra un madero en medio de la tormenta. “No desesperaré”, se decía. “No debo llorar”, añadía. “Él no debe verme hundida. Tengo que apoyarle”, repetía en su interior mientras le veía venir de lejos.
De repente, quizá cuando estaban a menos de un metro de distancia, sus miradas se cruzaron. Jesús, que ahorraba esfuerzos y fuerzas para resistir el embite final, que no miraba a su alrededor y se movía, agotado, con la vista en el suelo, debió comprender que ella estaba allí, a su lado. Levantó la vista y se encontró con ella. ¿Qué leyeron, uno en el otro, sus ojos? ¿Qué mensaje transmitieron esas miradas?. Sin duda que Jesús sufría por ella. Sin duda que ella le dijo a su Hijo, más con el gesto que con la palabra: “¡Animo, estoy contigo, no estás solo”.
Luego Jesús siguió adelante. Quizá le dieron un empellón los soldados para obligarle a caminar. Quizá la Madre había hecho un intento por acercarse que fue reprimido con violencia. Él siguió hacia su destino. Ella se quedó con el suyo. Él subió a la Cruz. Ella subió a su cruz. Para él la cruz era el madero, la tortura, la muerte por asfixia. Para ella la cruz era ver morir al Hijo sin desesperar, sin llorar, sin gritar, para ofrecerle el último punto de apoyo, el único punto de apoyo que Dios había permitido que tuviera, en aquella tarde terrible, el Salvador del mundo.
 
Propósito: Agradecerle a Dios que María fuera capaz de seguir sosteniendo a su Hijo cuando le volvió a ver, ya torturado, camino de la Cruz, en lugar de dejarse llevar por su dolor.

 

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