Este mundo en el que vivimos se ha convertido para todos en un desenfreno de agobios. Nuestros deseos por alcanzar metas exclusivamente materiales nos han convertido en personas permanentemente insatisfechas y preocupadas.
Realmente, si lo pensamos bien, nada de lo anterior es nuevo, quizá más superlativo, pero no nuevo. Ya cuando Jesús caminaba por estas tierras, al mirar a aquellos que lo seguían, se compadecía de ellos pues se encontraban como ovejas sin pastor (Mc 6, 34). Y frente a esta situación de zozobra, la respuesta de Jesús es clara: ¡Venid a mí los que estáis afligidos y agobiados que yo os aliviaré! (Mt 11,28). Así, en la medida que seamos capaces de fiarnos de Su mensaje, ese malestar se aliviará, pudiendo afrontar cada día con una alegría renovada.
Sin embargo, no nos equivoquemos. Jesús no es una especie de “lotería espiritual” que hará desaparecer por arte de magia nuestros problemas. Y tanto no es así, que a continuación de esa respuesta que hemos recibido, recibimos un reto: Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio (Mt 11,29). Ese yugo es entre otras cosas la obligación de un esfuerzo constante por profundizar y vivir cada día con mayor perfección el mensaje evangélico.
A pesar de todo lo anterior, muchos de nosotros solemos caer con frecuencia en el desánimo. Un desánimo impropio de un cristiano. Y aunque es verdad que no estamos exentos de experimentar los infortunios de esta vida, siendo en ocasiones nuestra existencia un reflejo de aquella situación experimentada por Job, no por ello deberíamos desfallecer. En el fondo de esas posturas impropias se encuentra una escasez de Fe y Esperanza. Pues no debemos olvidar que a pesar de todos los sufrimientos que podamos padecer, el cristiano sabe muy bien que su vida tiene un final feliz. Sí, en el horizonte vital de un cristiano debe aparece con claridad meridiana esa Esperanza que llenó el pecho de Dimas, el buen ladrón, cuando, en la cruz, escuchó las palabras que el mismo Jesús le dirigió: Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso (Lc 23, 43).