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6 junio 2011 1 06 /06 /junio /2011 23:23
La Virgen María. XXVII Junio de 2011
Cuando pensamos en la etapa de Nazaret siempre nos imaginamos a María y a Jesús haciendo su vida normal. Pero es que algunos aspectos de esa vida normal no fueron tan “normales”. Por ejemplo, en esos años María perdió a sus padres –y Jesús a sus abuelos-, enviudó y seguramente su niño se le puso enfermo. Además, en esa etapa tuvo lugar el episodio de la pérdida de Jesús en el Templo de Jerusalén, auténtica y típica escena de conflicto generacional. María nos ofrece un ejemplo de comportamiento para cada caso.
                Primera semana
 
María, hija de padres ancianos.
 
Durante la etapa de Nazaret, salpicando con imprevistos y amarguras la tranquila vida cotidiana, fueron ocurriendo cosas que turbaban la vida de la Sagrada Familia. Por ejemplo, la muerte de Joaquín, primero, y luego de Ana, los padres de la Virgen.
 
María debió vivir esos momentos como cualquier creyente en la vida futura: con esperanza. Pero también como cualquier persona que pierde a un padre o a una madre: con dolor. La esperanza no suprimía el dolor, a la vez que lo situaba en su puesto justo, sin dejar que, como un caballo desbocado, arrastrase al corazón humano a la desesperación.
 
Antes de eso, no obstante, seguro que pasó un largo tiempo durante el cual las fuerzas de los padres de la Virgen fueron mermando. Ana, la abuela de Jesús, tan unida a su hija, tan solícita con ella y probablemente también tan activa y capaz, fue apagándose poco a poco. Lo mismo le pasaría a Joaquín, el padre de María. Es cierto que en aquella época, debido al retraso de la medicina, la gente vivía menos años. Pero también es cierto que abundaban las personas ancianas y que éstas solían llevar, los últimos años de su vida, un deterioro paulatino, en medio de no pocos sufrimientos, debido precisamente a los escasos recursos médicos de que se disponía.
 
Pero si no había medicinas y calmantes, había otra cosa que, si bien no las sustituía, sí paliaba su carencia. Había mucho amor, especialmente por parte de María, la hija, y también por parte de José, el yerno, y de Jesús, el nieto.
 
Esta es, por lo tanto, una escena de la vida de la Virgen en la que nos conviene pararnos para verla más de cerca y aprender de lo que Nuestra Señora hizo. Porque no me la imagino dejando a su padre anciano y enfermo al cuidado únicamente de su madre, también achacosa. Ni me la imagino dejándoles a ambos al cuidado de terceras personas siempre que ella pudiera hacer esa misma tarea. Claro que en aquella época no existían las residencias de ancianos ni los asilos. Pero es que, además y por lo menos en el caso de la Virgen, el sentido de familia era tan fuerte que resultaba impensable que una hija no atendiera a sus padres, tanto más cuanto más ellos la necesitaran. Y, como digo, no sólo la hija sino también el resto de la familia: el yerno y el nieto.
 
Vemos, pues, a María al pie de la cama de su padre anciano y moribundo y, más tarde, al lado de su buena madre. La vemos cogiéndoles pacientemente las manos, llevando a su boca algún caldo para que tomasen un poco de alimento, o poniendo en su frente paños húmedos y frescos con los que aliviar la fiebre que les consumía. Vemos a María centrándose en ayudar a sus padres, sin preocuparse de sí misma, de su “autorrealización”, de sus planes. Porque para ella el único plan que importaba era el de hacer la voluntad de Dios y no había otra voluntad mayor en aquel momento que la de cumplir el cuarto mandamiento de la ley divina que obliga a amar al padre y a la madre.
 
Si, a continuación, fijamos nuestra mirada en lo que sucede ahora, podemos notar el fuerte contraste. Esta sociedad, muchísimo más rica y más capacitada para vencer el dolor, es sin embargo más pobre en ternura y en espíritu de sacrificio. Podemos hacer el bien y, sin embargo, hacemos más el mal que nunca. Podemos, con nuestra técnica, aliviar al que sufre, a pesar de lo cual cada vez son más los hijos que abandonan a sus propios padres en asilos y residencias, no tomándose la molestia ni de ir a verles una vez por semana. Basta con darse una vuelta, a ser posible de forma fija y con seriedad, por esos centros atendidos tan magníficamente por las monjas para darse cuenta del gran número de páginas de dolor escritas en el corazón de los viejecitos que en ellos viven. Muchos han tenido hijos y todavía los tienen. Lo mismo que tienen nietos. Pero pasan los días sin que nadie vaya a visitarles, mientras que tienen que ser otros, extraños a su familia pero movidos por el amor a Cristo, los que ocupen el lugar que deberían llenar los de su sangre.
 
Propósito: Agradecerle a Dios el ejemplo de María que cuidó de sus padres, en una época en que tantos ancianos están olvidados de los suyos.
 
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