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5 diciembre 2011 1 05 /12 /diciembre /2011 15:57
                Segunda semana
 
La memoria de María.
 
                El Evangelio nos cuenta que, en plena angustia del huerto de los olivos, cuando el Señor sudaba sangre y no encontraba a su lado ningún apoyo pues sus amigos dormían, un ángel vino en su ayuda para consolarle y hacerle un poco más fácil la tarea de apurar el cáliz de la amargura.
                Estoy seguro de que allí, junto al calvario, también un ángel vino en ayuda de la Virgen para ayudarle, también a ella, a llevar su cruz, a decir su sí, a proclamar su fe en el amor de Dios.
                Pero ese ángel fue un ángel especial. No se llamaba Gabriel, ni Miguel, ni Rafael, ni ninguno de los otros ángeles con nombre propio conocidos. Su nombre era extraño, singular. Se llamaba “memoria”. El ángel de la memoria acudió, por encargo divino, al lado de la Santísima Virgen para ayudarle a pasar el momento difícil, heroico, de aceptar sin perder la fe la muerte de su Hijo.
                ¿Cómo trabajó el ángel de la memoria? Hizo lo que mejor sabe hacer. Con un delicado soplo de sus finos labios, introdujo en el corazón palpitante de María una oleada de recuerdos. Nuestra Señor vio, de repente, uno detrás de otro, desfilar los momentos pasados, desde aquel primero en que Gabriel le había pedido permiso para quedar embarazada de Cristo, hasta aquellos otros en que sostenía en sus brazos de joven madre a la criatura recién nacida, en que jugaba con el pequeño Jesús en las orillas del Nilo en Alejandría, en que iba con su marido y su hijo camino de Nazaret, en que pasaban los años placenteros de la vida oculta viendo crecer a su criatura y viendo como se hacía un hombre del cual todas las madres se sentirían orgullosas. María, por el auxilio del ángel de la memoria, recordó las palabras de Jesús, tan llenas de sabiduría; recordó sus milagros, empezando por el de Caná y siguiendo por todos aquellos que ella había visto o que unos y otros le habían contado. Recordó cómo muchas mujeres acudían a ella a besarle las manos por el mero hecho de ser la Madre del Mesías, por el maravilloso hecho de que un hijo había sido resucitado, otro liberado del Maligno, otro sanado de su lepra.
                María cerró los ojos y se dejó mecer en los brazos del dulce ángel de la memoria. Recordó, recordó, recordó y luego, cuando de nuevo volvió al momento presente y su mirada se posó en el estremecedor espectáculo del Hijo colgando del madero, era otra. Era más fuerte. Estaba más dispuesta a seguir luchando hasta el final, a librar la batalla contra el Maligno al lado de su Hijo, pasara lo que pasara.
                Porque, además de recordar, María escuchó en su corazón una frase que más tarde haría suya San Pablo en una de sus cartas: “Sed fieles a los momentos de luz”. Sed fieles a los momentos en que fuisteis iluminados. Sed fieles a los buenos momentos. Y María, que no era una inmadura sino una auténtica mujer, sabía que en la vida no se le pueden estar pidiendo a Dios continuamente caramelos. Al contrario, cuando éstos vienen hay que agradecerlos y conservarlos. Conservarlos para los momentos de oscuridad, para los momentos en que el paladar está tan amargo que ya no se sabe si alguna vez probó otro sabor diferente del de la hiel y las lágrimas.
                Sed fieles a los momentos de luz. ¡Si viviéramos esto! ¡Si fuéramos capaces de tener esto presente precisamente cuando más lo necesitamos, cuando estamos sufriendo, cuando nos ha llegado la hora de la oscuridad y la prueba!.
                María sí supo ejecutar esta fidelidad. Auxiliada por el ángel de la memoria, se apoyó en sus recuerdos para confirmar su fe en el amor de Dios, para reafirmar su certeza de que, más allá de las nubes negras, seguía existiendo el sol. Y gracias a eso venció. De lo contrario, si su memoria hubiera fallado o si hubiera contestado al ángel que el pasado ya no existía y que ella quería recibir en cada momento presente pruebas y más pruebas de ese amor divino, entonces su ánimo hubiera flaqueado y, quizá, el Maligno se habría salido con la suya y la Virgen se hubiera alejado de Dios. Aquello, afortunadamente, no sucedió. María recordó. María creyó. María venció.
 
Propósito: Agradecer a Dios el ejemplo que nos dio la Virgen, cuando recordó los momentos de luz y se apoyó en ellos mientras estaba soportando los peores momentos de sufrimiento.
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