Overblog
Seguir este blog Administration + Create my blog
15 noviembre 2011 2 15 /11 /noviembre /2011 22:22
Tercera semana
 
La noticia.
 
En la vida nos dan continuamente noticias. De hecho vivimos en la era de la comunicación y cada día nos desayunamos con desgracias y alegrías que proceden de los lugares más diversos del planeta. Pero hay noticias que transforman nuestra vida, que cambian nuestra realidad de tal forma que se puede hablar de un antes y un después. Son noticias trascendentales, generalmente ligadas a acontecimientos dolorosos, pero también a veces a alegrías como el nacimiento de un hijo, por ejemplo.
Pensando en María, en aquella situación en que se encontraba, en Betania, acogida a la hospitalidad de Lázaro y sus hermanas, podemos imaginarla pasando en oración la noche del Jueves Santo. Su intuición de Madre, además de las palabras entre misteriosas y claras que le había dicho su Hijo al despedirse de ella, le hacían comprender que el momento definitivo estaba muy cerca, que podía ser en aquel mismo momento. Estoy seguro de que su relación espiritual con Jesús le hizo seguir paso a paso los grandes acontecimientos de aquella noche santa y terrible: la Eucaristía, la traición de Judas, el prendimiento, los malos tratos en la cárcel de Caifás. Estoy seguro de que ni siquiera se acostó aquella noche, porque ella sí supo acompañar a su Hijo con la oración mientras los apóstoles, tan bravucones, tan masculinos, dormían.
Por eso la noticia, que posiblemente llevó a Betania el joven y asustado Juan, no la pilló desprevenida. Fue, en verdad, una noticia que introdujo un antes y un después en su vida. Pero fue algo que ella sabía que, quizá, había sabido siempre, que había intuido desde aquella profecía de Simón y Ana precisamente cuando llevaron al Templo al recién nacido Jesús.
Ella sabía que su Hijo no había venido para ser un Mesías glorioso, un Mesías triunfador, un Mesías militar. Ella sabía que su Hijo tenía que pagar el precio del rescate y que eso suponía, inevitablemente, el dolor y la desgracia. Lo que no sabía era ni el cuándo ni el cómo. Aquella noticia que le llevaba Juan se lo decía. A la vez que le confirmaba esas intuiciones, le comunicaba que el momento había llegado. El momento para el que él, Jesús, se había estado preparando treinta y tres años. El momento para el cual ella, María, había sido elegida no sólo como madre que un día dió a luz a un ser humano sino como madre que sostiene en la prueba al Hijo querido.
Por eso la reacción de María no fue la que cabía esperar en una madre cualquiera a la que le comunican que a su Hijo le han detenido y que tiene muy pocas posibilidades de escapar con vida. Mientras en aquella casa todos se pusieron nerviosos y las lágrimas, los gritos, los aullidos casi se mezclaban con las carreras y los improperios, ella se recogió un momento en su interior y volvió a decirle al Padre lo que le dijo la primera vez, ante el ángel: “Soy tu esclava. Aquí estoy para hacer tu voluntad”.
María de la mala noticia. María de la desgracia. María que es una más de tantas madres y padres a los que les comunican que su hijo ha muerto en un accidente de tráfico, que se va a divorciar, que se ha quedado en el paro, que se droga, que tiene sida, que tiene, de una forma o de otra, la vida rota. María, que no llora, ni maldice, ni tan siquiera pregunta. María, que se recoge en oración y no pierde el tiempo en disquisiciones filosóficas -tan masculinas como el miedo-, sino que pide ayuda a Dios para que llene sus manos y su corazón de fuerza con que poder socorrer a su Hijo.
Sí, aquella noche terrible y magnífica del Jueves Santo, en la casa de Lázaro hubo varias sorpresas. Una fue la noticia que llevó Juan, de que habían detenido a Cristo en el huerto de los olivos. Otra fue ver el espectáculo de María, de la Madre, que en lugar de desesperarse se disponía a actuar: con la oración, con la presencia, con la fe, con la esperanza.
 
Propósito: Agradecerle a Dios la fe de María, verdadero ejemplo para nosotros, que ante una terrible noticia no se hunde, sino que se abandona en el Señor, confiando plenamente en Él.
 
 
Compartir este post
Repost0
8 noviembre 2011 2 08 /11 /noviembre /2011 22:20
Segunda semana
 
La despedida.
 
Como se ha dicho, María estaba junto a Jesús cuando éste marchó hacia Jerusalén para celebrar la cena de Pascua, su Última Cena. Quiero detenerme un poco en la que fue, sin duda, su despedida.
Estoy convencido, aunque los Evangelios no hablen de ello, de que entre Madre e Hijo hubo palabras de explicación. La sintonía espiritual entre ellos era de tal calibre que era impensable que Jesús se marchara para llevar a cabo la obra de su vida sin decirle una palabra a su Madre, sin asegurarle que después de tres días iba a resucitar, sin darle un último beso, un último adiós.
¡Qué tremenda debió ser aquella despedida!. Hubiera o no palabras explícitas por parte del Maestro, la Madre lo sabía todo, pues lo que él no le hubiera dicho lo intuía ella. Ella sabía, por lo tanto, que aquella era la última vez que le veía vivo, sano, fuerte, hermoso. Sabía que era la última vez que podía pasar su mano por sus cabellos negros. Sabía que era la última vez que podía poner sus labios en su cara aún viva y palpitante. Sabía que era la última vez que podía ver su sonrisa, oír su voz con aquel tono alegre tan característico, sentir esa vitalidad que emanaba de él y que hacía que desaparecieran todos los miedos tan solo con estar a su lado.
María de la última vez, mujer y madre que vio a su Hijo adorado partir hacia el calvario, hacia el matadero como un cordero inocente. María que contempló, desde la casa de Lázaro, cómo su muchacho se iba alejando entre los olivos para subir la cuesta que separaba Betania de Jerusalén, anticipo de esa otra cuesta, la del calvario, que habría de subir al día siguiente, el viernes santo.
¿Cómo no sentir a esa mujer, a esa madre, cercana? ¿Cómo no van a identificarse con ella todos los que tienen que despedirse de la vida o de alguien al que le ha llegado la hora de dejar la vida? Ella, María, resume en sí todas las penas y sufrimientos de los seres humanos, especialmente de esos que podríamos llamar “vicarios”, porque los tenemos y padecemos en la medida en que los tienen y padecen nuestros seres queridos. Sufrimientos que quisiéramos suprimir y no podemos. Dolores que quisiéramos poner en nuestras espaldas para aliviar las suyas sin que eso sea posible.
Pero no se trata sólo de contemplar a María y de dejarnos llevar de la emoción del momento. Se trata de admirarla y, a la vez, de imitarla. Imitar a María que supo estar en su sitio. Imitar a María que fue tan fuerte, tan dueña de sí misma, que no le hizo una escena a su Hijo cuando se marchó. Y no por falta de ganas. Seguro que tuvo en la boca el grito desgarrado. Seguro que sus manos pugnaban por asir la túnica de Jesús e impedirle que dejara Betania. Seguro que su cabeza le sugería mil razones que dar a su Hijo para que demorara la partida, para que renunciara a ella definitivamente.
Y, sin embargo, no lo hizo. Sus labios no se abrieron para disuadir a Jesús de que no subiera a la cruz. Sus manos no agarraron, posesivamente, su cuerpo. Sus ojos no derramaron lágrimas más fuertes que las cuerdas y las cadenas.
Quizá tampoco le dijo: vete. Quizá tampoco le animó a marchar como si fuera a dar un paseo campestre, una gira de domingo. Posiblemente le escuchó en silencio, le acarició dejando que sus dedos disfrutaran por última vez con el roce de su piel. Posiblemente se limitó a besarle en la frente y en las mejillas. Posiblemente sólo le dijo una frase: estoy contigo; pase lo que pase, creeré en ti y creeré en tu Padre. Te quiero. No dudes de mi amor, lo mismo que yo no dudaré de ti. Te quiero. Puedes contar conmigo para lo que sea.
Porque María era, no lo olvidemos, además de mujer y madre, Santa María. Ella era la elegida por Dios no sólo para dar a luz a su Hijo, sino para acompañarle a la cruz, para sostenerle en la prueba, para ser su único punto de apoyo cuando todo, incluso lo divino, tenía que esconderse.
Santa María de la despedida, mujer fuerte, madre admirable. Ayúdanos a aceptar también nosotros la voluntad de Dios, sobre todo cuando no entendemos esa voluntad, cuando nos parece que el Señor nos ha dejado solos, cuando el sol se ha ido y sólo tú, como la luz que brilla en las tinieblas, sigues dando esperanza a nuestra vida.
 
Propósito: Agradecer a Dios la fortaleza de María, su entereza, su generosidad a la hora de separarse de su Hijo. Si hubiera llorado, se lo hubiera hecho más difícil a Él. Imitarla nosotros también en eso
 
Compartir este post
Repost0
27 julio 2011 3 27 /07 /julio /2011 17:40
Compartir este post
Repost0
19 julio 2011 2 19 /07 /julio /2011 17:28

 

logo pequeñito

 

 

La pregunta cristiana por Dios conduce necesariamente a Jesucristo. Éste se presenta como mediador y camino hacia el Padre. Así lo muestra la fórmula de la oración oficial de la Iglesia y lo enseña el Nuevo Testamento. Sin embargo, esta pretensión ha sido siempre motivo de escándalo, tanto en el pasado como en la actualidad, para aquellos que no aceptan la divinidad de Cristo.

Una de las primeras manifestaciones de Cristo como mediador entre Dios y los hombres aparece en la oración litúrgica. Los discípulos aprenden de Jesús a orar. Los cristianos dirigen sus plegarias al Padre por medio de Jesucristo desde los primeros tiempos. Es frecuente encontrar en las cartas apostólicas fórmulas como: “A Dios, el único sabio, por Jesucristo; a él la gloria por siempre, amén” (Rom 16, 27).
 
Más tarde, la mayoría de las oraciones litúrgicas van dirigidas a Dios Padre “per Christum Dominum nostrum” (por Cristo nuestro Señor), o per Dominum nostrum Iesum Christum Filium tuum (por nuestro Señor Jesucristo tu Hijo).
 
Base bíblica
           
            Mateo expone con toda claridad la conexión entre la salvación y la adhesión a Jesús. “Si alguno se declara a mi favor delante de los hombres, yo también me declararé a su favor delante de mi Padre celestial; pero a quien me niegue delante de los hombres, yo también lo negaré delante de mi Padre celestial” (Mt 10, 32s).
           
La profesión de fe en Jesús, el único salvador, es nota característica de la comunidad primitiva, como se expone en los Hechos de los Apóstoles. Jesús es el “autor de la vida” (Hch 3,15), elevado por Dios a su derecha, dispensador del Espíritu, otorga el perdón de los pecados y es ratificado como juez.
 
            Lo mismo se puede decir de las cartas de San Pablo. En la segunda carta a los Corintios Pablo afirma: “Dios nos ha reconciliado consigo mismo por medio de Cristo” (2Cor 5,18). La Carta a los Hebreos y el Evangelio de Juan son también escritos en los que encuentra una clara expresión el puesto de mediador universal que ocupa Jesús.
Por lo tanto, el estudio imparcial del Nuevo Testamento muestra que Jesús ocupa en él un puesto incomparable y que aparece como el personaje decisivo para la humanidad y para el universo.
 
            Esta convicción podemos expresarla en los siguientes puntos:
           
1.- Jesucristo ocupa un puesto central único e insuperable de mediador en las relaciones de los hombres con Dios y de Dios con los hombres.
           
2.- Este puesto de mediador se refiere a la salvación de los hombres, que éstos obtienen por la sangre de Jesús, por su muerte violenta en cruz, y que el texto describe como perdón del pecado, reconciliación con Dios, gracia, vida eterna.
           
3.- La muerte salvadora de Jesús está dentro de un horizonte más amplio, que se define por la trama temporal del principio y del fin, del alfa y el omega.
           
4.- Jesús es la revelación, no sólo de la providencia de Dios con su creación, sino también, y de modo inigualable, del amor y entrega libre y desinteresada de Dios a ella; esta revelación hace descubrir ese amor como manifestación del misterio divino, del ser de Dios.
           
5.- El puesto de mediador único de Jesús se expresa en una serie de títulos, cada uno de ellos con su propia historia, y que le aplicó al menos la comunidad de sus discípulos; entre ellos los de Cristo, siervo de Dios, Hijo del hombre, Señor, sacerdote, consolador, Hijo de Dios y, finalmente, “Hijo” sin más.
           
Dios y hombre verdadero
           
            De hecho, la historia de la teología no ha sido otra cosa que la historia de la justa comprensión y también de la justificación del papel mediador de Jesús. Su lugar entre Dios y los hombres planteaba preguntas en dos direcciones. ¿qué relación guarda Jesús con Dios? ¿qué relación guarda Jesús con los hombres y con el hombre?. La respuesta clásica ha sido hasta el presente. Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre.
 
Esta es la doctrina central del cristianismo, la cual encontró su expresión en definiciones concretas y vinculantes de los concilios de la Iglesia primitiva. desde Nicea (325), pasando por Constantinopla (381) y Éfeso (431), hasta Calcedonia (451).
 
            La sentencia de Calcedonia fue definitiva: “Siguiendo, pues, a los santos padres, todos a una voz enseñan que ha de confesarse a uno solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, el mismo perfecto en la divinidad y el mismo perfecto en la humanidad, Dios verdaderamente, y el mismo verdaderamente hombre de alma racional y de cuerpo, consustancial con el Padre en cuanto a la divinidad, y el mismo consustancial con nosotros en cuanto a la humanidad........Se ha de reconocer a uno solo y el mismo Cristo Hijo Señor unigénito en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación... no partido o dividido en dos personas, sino uno solo y el mismo Hijo unigénito, Dios Verbo Señor Jesucristo, como de antiguo acerca de él nos enseñaron los profetas, y el mismo Jesucristo, y nos lo ha transmitido el símbolo de los padres” (NR 178, 179; DS 301,302).

            La base de la doctrina de Calcedonia fue la célebre carta del Papa León I al patriarca Flaviano de Constantinopla el año 449, en la que formulaba la doctrina de las “dos naturalezas”, la divina y la humana, en una sola persona: “Quedando, pues, a salvo la propiedad de una y otra naturaleza y uniéndose ambas en una sola persona, la humildad fue recibida por la majestad, la flaqueza, por la fuerza, la mortalidad, por la eternidad, y para pagar la deuda de nuestra raza, la naturaleza inviolable se unió a la naturaleza pasible. Y así -cosa que convenía para nuestro remedio- uno solo y el mismo mediador de Dios y de los hombres, el hombre Cristo Jesús (1 Tim 2,5), por una parte pudiera morir y no pudiera por otra. En naturaleza, pues, íntegra y perfecta de verdadero hombre, nació Dios verdadero, entero en lo suyo, entero en lo nuestro. Entra, pues, en estas flaquezas del mundo el Hijo de Dios, bajando de su trono celeste, pero no alejándose de la gloria del Padre, engendrado por nuevo orden, por nuevo nacimiento, Por nuevo orden, porque invisible en lo suyo, se hizo visible en lo nuestro; incomprensible, quiso ser comprendido; permaneciendo antes del tiempo, comenzó a ser en el tiempo; Señor del universo, tomó forma de siervo, oscurecida la inmensidad de su majestad; Dios impasible, no desdeñó hacerse hombre pasible; y siendo inmortal, se sometió a la ley de la muerte...”
(NR 174-176; DS 293 s).

Único mediador


            Las fórmulas del siglo V han ejercido tal influencia hasta nuestros días que alguien ha podido preguntar: “Calcedonia, ¿final o comienzo?”. En realidad, cada tiempo formula de nuevo las preguntas: ¿quién es Jesucristo? ¿quién fue Jesús de Nazaret? ¿quién dice la gente que es el Hijo del hombre?. Esta pregunta se plantea ya por el hecho de presentarse como mediador absoluto de la salvación. Cristo no es un mediador, ni tan siquiera el mejor mediador, sino el único y verdadero mediador, pues sólo Él es hombre y Dios a la vez y sólo Él nos ganó la redención de una vez para siempre, muriendo para salvarnos.

Compartir este post
Repost0
28 junio 2011 2 28 /06 /junio /2011 01:12
 
 
El Evangelio no nos dice nada acerca del momento en que debió morir San José. Sólo sabemos que cuando Jesús inició su vida pública, más o menos a la edad de treinta años, su padre adoptivo había fallecido. Por lo tanto, fue en algún momento a lo largo de los años en que Jesús vivió en Nazaret que José pudo descansar en el seno del Padre y gozar de los premios prometidos por Dios a quien, como él, fue calificado como un “varón justo”.
 
De la muerte de José se deduce, por consiguiente, que la Santísima Virgen desde ese instante quedó viuda. Viuda y acompañada durante una temporada por su único hijo. Viuda, después, que debió aprender a vivir en soledad cuando a Jesús le llegó la hora de dejar el hogar y empezar a cumplir la misión para la cual había venido al mundo.
 
La muerte de José tuvo que ser muy dura para la Virgen. Algunos, piadosamente, han querido ver en el padre adoptivo de Jesús a un venerable anciano que no despertaba en el corazón de María más que una filial ternura. No me atrevo a decir que ese planteamiento es erróneo, porque, simplemente, no hay datos que indiquen cómo fueron en realidad las cosas. De todos modos, prefiero pensar que los dos esposos se quisieron con un amor auténtico y que ese amor, por ser el que dos creyentes se tenían entre sí, incluyó el respeto a la decisión de consagración que la Virgen había hecho y que, probablemente, José también asumió.
 
María y José, una pareja singular, ciertamente, pero no tanto como para no tener entre ellos un fuerte lazo de amor. Lo que pasa es que hoy, tan acostumbrados como estamos por las películas a que a los cinco minutos de que un chico conoce a una chica ya están los dos en la cama, nos resulta muy difícil aceptar que las cosas hayan podido ser de otra manera alguna vez a lo largo de la multisecular historia del ser humano. En realidad, para convencernos de que lo normal no es lo de ahora, basta con que preguntemos a cualquiera que peine canas y nos dirá que, efectivamente y no hace mucho, lo de la castidad no era una originalidad ni una rareza, como es hoy, sino que era lo más normal y lo que la mayoría practicaba.
 
María debió sufrir mucho con la muerte de José. Había sido para ella, siempre, una persona buena y leal, un amigo, un confidente, un apoyo. María, forzosamente, debió echarle mucho de menos. Aunque tenía la certeza de que la muerte no era el final y que, lo mismo que había sucedido antes con sus padres, su marido iba a disfrutar de la compañía de Dios en el cielo, no por eso dejó de sentir su ausencia. Tanto más cuanto se acercaban los momentos en que debían empezar a ocurrir las cosas que se habían estado preparando desde el nacimiento de Jesús y ella se iba a encontrar sola para afrontarlas. ¡Qué enorme apoyo hubiera representado para la Virgen tener a su lado a José cuando Jesús se marchó de casa y no digamos cuando empezaron a llegar noticias contradictorias sobre su actividad!
 
¡Cómo se parece esta mujer viuda, fuerte y frágil a la vez, a tantas y tantas de nuestros días!. Conozco varios casos en los que ellas -a veces ellos- tienen que afrontar la difícil papeleta de la educación de los hijos sin tener el apoyo del marido. Se ven forzadas a hacer de madre y de padre. Y, para colmo, si fracasan en esa tarea educativa, se sienten tentadas de responsabilizarse por ello, como si no se dieran los mismos fracasos en familias donde los hijos han contado con la presencia de los dos progenitores.
 
María, que pasó por todas las etapas de un ser humano, es, en su viudedad, un punto de apoyo, una referencia, una fuente de consuelo, para los que tienen que vivir la última etapa de su vida en soledad. En una soledad que a veces está mitigada por la compañía de los hijos o de los nietos, pero que en otras ocasiones no cuenta ni siquiera con esos apoyos, y no porque no existan sino porque se han olvidado de aquella que tanto hizo por ellos.
 
Propósito: Agradecer a Dios por la disponibilidad de las personas que han enviudado y que son tan útiles para la propia familia y para la Iglesia, y no dejarlas solas.
Compartir este post
Repost0
21 junio 2011 2 21 /06 /junio /2011 16:56
Imita a Maria
 
Uno de los pocos hechos ocurridos en Nazaret durante los largos años llamados de la “vida oculta”, es aquel que supuso un grave disgusto para la Virgen y para San José, el de la pérdida del Niño Jesús en el Templo de Jerusalén.
 
La Sagrada Familia, como buenos creyentes en Yahvé, había viajado a la capital de Israel durante las fiestas para visitar el Templo y alabar allí al Señor, tal y como mandaba la ley judía. No era la primera vez que lo hacían y la novedad de aquella ocasión era que Jesús daba cada vez más muestras de interés por todo lo relacionado con el Templo, hacía preguntas que nadie le sabía contestar y se mostraba inquieto y deseoso de llegar a la casa de Dios. Una vez allí, el muchacho logró escaparse de la tutela de sus padres y familiares, quizá debido a que los hombres debían estar separados de las mujeres y él tenía una edad que le permitía ir con unos o con otros indistintamente. El caso es que, cuando llegó la hora de regresar a Galilea, María pensó que estaba con José y éste pensó lo mismo pero con respecto a su esposa. La caravana se puso en marcha y cuando había transcurrido ya una jornada de marcha, antes de caer la noche, descubrieron que el pequeño Jesús se había quedado en Jerusalén.
 
El niño perdido. Parece el título de una novela romántica o de un drama. Sin embargo, fue una realidad. Una realidad que angustió el corazón de la Santísima Virgen y también el de San José. Inquietos, regresaron lo antes posible a la ciudad y, después de buscar entre los familiares y conocidos que tenían en la ciudad, por fin se dirigieron al Templo. Allí le encontraron, como si no hubiera pasado nada, hablando de Dios y de las cosas de Dios con un grupo de eruditos en la ley, a los que el Evangelio denomina “doctores”, “sabios”, “maestros”. Jesús, aun siendo un adolescente, ya daba muestras de poseer la plenitud de la sabiduría. Una sabiduría que era infinitamente más lúcida que todas las de los hombres.
Lo más hermoso de la escena, tal y como la cuenta el Evangelio, es el encuentro entre la madre y el hijo. José, discretamente, deja hacer a su mujer, quizá para suavizar las cosas o quizá porque no se sentía con autoridad suficiente para llamar la atención al Mesías. Pero María es su madre y en esa regañina -delicada pero firme- la vemos ejerciendo como tal. No le importaba a ella que aquel muchacho fuera el Hijo de Dios, el Mesías y todos los demás títulos que el pueblo de Israel había reservado para el que debía ser su libertador. Ahora era su pequeño, su hijo, y les había dado un disgusto de muerte. Por eso se encara con él y le interroga sobre su comportamiento.
 
Jesús, con calma, explica a su Madre que tenía otras cosas que hacer y posiblemente también le debió decir que se le había pasado la hora y que cuando se dio cuenta ya era tarde así que esperó a que vinieran a buscarle. Pero, sobre todo, le da una lección. A ella, a la que hasta ese momento había sido su maestra, Jesús empieza a tratarla como discípula: “Tengo que atender las cosas de mi Padre”. El Evangelio, siempre parco en expresiones, se limita a decir que María, estupefacta y sorprendida, guardó esa respuesta como un tesoro y se dedicó a reflexionar sobre ella, pues representaba, antes que nada, que el niño había dejado de ser niño y que estaba llamando a Dios, al Todopoderoso e Innombrable Yahvé, nada menos que “Padre”. Claro que el Evangelio añade que Jesús se volvió a Nazaret con su familia y que allí siguió bajo su autoridad. Aquello había sido un incidente, no una rebelión; un anticipo de lo que tendría lugar años después, para que María se fuera acostumbrando y tuviera tiempo para prepararse.
 
¿Cuál es la enseñanza? Quizá, entre todas, ésta: que los padres no pueden aspirar a ocupar el lugar de Dios en el corazón de los hijos. Aunque hoy los tiempos no van por ese camino, todavía se encuentran casos en los cuales los padres, más que acompañantes y guías, pretenden convertirse en dictadores. Esto sobre todo sucede con la vocación religiosa. Si un hijo dice que quiere ser médico o ingeniero, no sucede nada, por lo general. Si dice que quiere ser sacerdote o hacerse monja, entonces en no pocas familias se arma un drama. Y eso no sólo en familias alejadas de la práctica religiosa, sino también en otras que son incluso muy practicantes.
 
Aprendamos a dejar que el otro, aunque sea el propio hijo, tenga su propia vida, su propia libertad. Claro que tenemos que ayudarle con nuestros consejos y con nuestro testimonio. Mientras es menor de edad, además, tenemos el derecho y el deber de conducirle por el camino que consideramos más adecuado, aunque podamos equivocarnos. Pero, a la vez, debemos aprender a descubrir cuál es su propia personalidad, debemos ayudar a que ésta se forme. En cambio, con frecuencia, lo que muchos padres quieren es que los hijos sean una mera prolongación suya, que hagan lo que ellos no han podido hacer, que tengan lo que ellos no han podido tener. No es extraño que, con esta mala educación, se produzcan desde las rebeldías hasta los fracasos más sonoros.
 
En cuanto a María, su sorpresa, su dolor, nos puede ayudar no sólo a respetar la legítima libertad de los hijos, sino también a sentirnos identificados con ella cuando esos hijos, por culpa nuestra o por culpa suya, han emprendido caminos equivocados y están, de verdad, perdidos, y no precisamente en el Templo.
 
Propósito: Agradecer a Dios el ejemplo de María y de José en su relación con el adolescente Jesús: el respeto y la autoridad mezclados por igual y aderezados con amor
 
 
Compartir este post
Repost0
24 mayo 2011 2 24 /05 /mayo /2011 18:19
La Virgen María. XXVI Mayo de 2011
La etapa de Belén se cierra con una tragedia: la matanza de los inocentes; siempre es igual: cuando el hombre se aleja de Dios se convierte en un asesino para su hermano. Pero luego, tras el exilio en Egipto, llegó la hora de la calma. ¿Quizá demasiada calma? ¿Fue necesario que el Hijo de Dios tuviera que pasar casi 30 años haciendo de carpintero? Los planes de Dios son distintos de los nuestros y el valor de las cosas, a sus ojos, no se mide por el éxito mundano sino por el amor que se pone al hacerlas. Eso es lo que nos enseñan los largos años de vida normal de Jesús y de María en Nazaret.
 
Cuarta Semana
 Imita a Maria
Una de las tareas principales de María, casi a la altura de la de engendrar y dar a luz a Jesús, fue educarle. De hecho, tanto la maternidad como la paternidad no se pueden limitar al hecho físico de poner en el mundo a una nueva criatura. Cuidar de él, alimentarle y, sobre todo, educarle, son características que van incluidas en el concepto de maternidad o de paternidad y que, si no se dan, están incluso penalizadas por las leyes.
María, desde luego, no necesitó ninguna presión legal o policial para ser una buena madre, una madre completa. No sólo se limitó a dejar que el Espíritu Santo descendiera sobre ella y, nueve meses después, apareciera en el mundo el niño Jesús. Su maternidad supuso, como para la mayoría de las madres, entrega, dedicación, sacrificio. Todo eso al servicio de las dos dimensiones que tiene la persona: la material y la espiritual.
Pero, ¿se imaginan lo delicado que debió ser la tarea de educar a Jesús? Si ya resulta difícil educar, mucho más complejo debió ser ejercer esa misión sobre el mismísimo Hijo de Dios. ¿Podía una criatura enseñarle algo a su Creador? ¿Podía la discípula dar clases al Maestro?. Pues bien, esa fue la misión de María, que ella, como madre, tuvo el deber de afrontar y que sin duda desarrolló magníficamente.
¿Qué cualidades empleó María para llevar a cabo esa tarea?. Dando por supuesto que Jesús era una maravilla de niño y que, desde ese punto de vista, no debió resultar difícil, sin embargo era necesario colaborar con la gracia de Dios para que, como hombre, su formación fuera completa. Naturalmente que Jesús nunca se negó a ir al colegio, ni desobedeció a su madre, ni se pegó con sus amigos o sus primos. Naturalmente que él no hacía sufrir a José y a María metiéndose en líos, llegando tarde a casa o dejando de cumplir con sus deberes en el hogar. Sin embargo, y a pesar de eso, un niño siempre es un niño. Y un adolescente siempre es alguien que atraviesa una crisis de identidad. Por lo tanto, si Jesús era un auténtico ser humano, lo mismo que no podemos pensar que no comía o no dormía, tampoco debemos pensar que no jugaba, que no lloraba, que no tenía una manera de ser, un carácter, una personalidad. O eso o terminamos por hacer de él una especie de robot sin sentimientos, en el fondo alguien que no es verdaderamente humano.
María tuvo que aprender a educar a esa maravillosa criatura que tenía como Hijo, envidia de todas sus vecinas por su bondad, pero que no dejaba de pasar por las situaciones críticas que atraviesa todo ser humano a lo largo de su vida.
Seguramente que para educar a Jesús la Virgen usó los dos mejores métodos de que disponen todos los buenos educadores: la amabilidad y la firmeza. Marcelino Champagnat, Juan Bosco, Juan Bautista de La Salle o José de Calasanz, entre otros grandes pedagogos cristianos, han destacado siempre esas dos cualidades como dos herramientas indispensables para pulir las buenas cualidades de sus alumnos y hacer de ellos auténticos hombres.
Podemos, pues, imitar a María en esas dos virtudes humanas que ella sin duda utilizó, especialmente si sobre nosotros cae alguna responsabilidad educativa, ya sea en el trabajo profesional o en el hogar, con hijos o nietos.
Con amabilidad tendremos que ser capaces de decir todas las cosas, por fuertes que sean. En cambio y por desgracia, con frecuencia expresamos nuestras opiniones, nuestros consejos o nuestras órdenes, dando gritos. Claro que eso suele suceder porque nos han puesto extraordinariamente nerviosos, pero también es verdad que con malas maneras no vamos a conseguir que nos entiendan y, con frecuencia, ni siquiera que nos obedezcan.
Amabilidad, por lo tanto, como primera regla educativa. Y después firmeza. Porque si hoy decimos una cosa y mañana otra, si cedemos ante una carantoña o ante un chantaje afectivo, entonces las personas a las que tenemos que educar nos habrán cogido la medida y harán de nosotros lo que quieran. Ya nunca nos harán caso, ni siquiera si gritamos, porque saben por experiencia que cuando se nos pase el enfado, con un simple gesto de cariño, habrán comprado nuestro perdón y conseguirán lo que quieren.
Y no se piensen que hay menos amor cuando hay firmeza. No se trata, naturalmente, de hacer llorar, como dice el viejo refrán, pero sí de ser justos en nuestras decisiones y de mantenerlas. Siempre, eso sí, con la mejor de las sonrisas y lo más lejos posible de los gritos y los enfados.
 
Propósito: Aprender a educar, como hizo María, uniendo la firmeza con la amabilidad. Y confiando siempre en Dios, aprendiendo a poner a los hijos en las manos de Dios.
 
Compartir este post
Repost0
9 mayo 2011 1 09 /05 /mayo /2011 20:17
La Virgen María. XXVI Mayo de 2011
frmariaLa etapa de Belén se cierra con una tragedia: la matanza de los inocentes; siempre es igual: cuando el hombre se aleja de Dios se convierte en un asesino para su hermano. Pero luego, tras el exilio en Egipto, llegó la hora de la calma. ¿Quizá demasiada calma? ¿Fue necesario que el Hijo de Dios tuviera que pasar casi 30 años haciendo de carpintero? Los planes de Dios son distintos de los nuestros y el valor de las cosas, a sus ojos, no se mide por el éxito mundano sino por el amor que se pone al hacerlas. Eso es lo que nos enseñan los largos años de vida normal de Jesús y de María en Nazaret.
Segunda semana
 
Nazaret: la santidad de la vida normal.
 
Cuando la Sagrada Familia regresó de Egipto, enterado ya San José de que el peligro que representaba Herodes había pasado con la muerte del tirano, decidieron regresar a su pueblo, a Nazaret. Sin duda que sólo las circunstancias había retrasado aquella vuelta, pues tanto María como José no habían dejado de soñar con el terruño y, al menos en el caso de la Santísima Virgen, con el reencuentro con sus padres, Ana y Joaquín.
“¡Por fin en casa!”, debieron pensar los esposos cuando divisaron la colina en la que se alza el pueblo. ¡Qué ganas tenían de volver a ver las callejuelas de su aldea, de beber de nuevo el agua de aquella fuente que sigue manando en su falda, de escuchar las risas de los amigos y hasta de oler el perfume de las flores que, por ser del terruño, parece que siempre son las más fragantes de toda la creación.
Sin duda que la familia de ambos les dio un recibimiento caluroso. Joaquín y Ana, especialmente. Los dos abuelos, enterados como estaban del secreto que se escondía en Jesús, debieron mirar y remirar a su nieto que, por aquel entonces, ya sería un niño de cuatro o cinco años. Un hermoso niño, además. Tan parecido a su madre que más de uno en la aldea bromearía, sin tener idea de que ponía el dedo en la llaga, diciéndole a José que su hijo no había sacado nada de él.
Pero los primeros encuentros terminaron por pasar, lo mismo que pasó la novedad de ocupar por primera vez su casa de familia -¡por fin solos!, debieron exclamar, como cualquier pareja de recién casados-. El paisaje, las voces y hasta el delicioso aroma del romero y del tomillo, del espliego y la lavanda, se volvieron más normales, menos soñados, más vulgares.
Y entonces vino lo inesperado y, quizá por eso, lo difícil. Porque lo que ocurrió fue exactamente algo con lo que ellos, posiblemente, no contaban. Lo que ocurrió fue que no ocurrió nada.
¿Estaba preparada María, estaba preparado José, para que en Nazaret no sucediese nada especial, nada angelical, nada sobrenatural, si es que se puede decir que vivir con el Hijo de Dios no era ya de por si la más elevada expresión de sobrenaturalidad?. No sabemos lo que ellos sabían. Y no cabe duda de que, al menos durante un tiempo, debieron dar gracias a Dios porque la vida transcurriera por el camino de la normalidad, de la rutina casi. Después de tantas fatigas y sobresaltos, un poco de vida gris se agradecía.
Pero cuando empezaron a pasar los años, ¿no le entró a María la duda de si de verdad su niño era el Mesías? ¿Y a José, no le parecería raro que aquella criatura -por lo demás maravillosa- no estuviera haciendo cosas especiales, como si de un Sansón o de un David se tratara?. No hay que olvidar que tanto José como María eran judíos, buenos judíos. Ellos, como el resto de su pueblo, tenía una noción muy clara de lo que debía ser y hacer el Mesías. ¿Y podía ser un Mesías, un salvador, un libertador, una criatura como Jesús, buenísima eso sí, pero tan normal, tan corriente, que casi parecía un hijo de vecino de cualquier hogar decente de Israel?
Esa fue la prueba inesperada que la Sagrada Familia debió afrontar en Nazaret. Una prueba que se fue desgranando con el transcurrir de los días y que fue adoptando manifestaciones diferentes, con algunas excepciones de “anormalidad” como la pérdida de Jesús en el Templo.
Pero también esa prueba la superaron. Y, al hacerlo, aprendieron la lección que siglos antes había aprendido el profeta Elías: Dios no siempre habla en la tormenta, en medio de truenos y relámpagos. A Dios le encanta, por el contrario, hablar a través de la brisa suave, mediante el color bermellón de una mansa puesta de sol de otoño o con el perfume que sueltan las flores para atraer hacia ellas a las abejas.
Aprendamos también nosotros la lección de la normalidad. Lección que nos indica que para ser santos no hace falta irse muy lejos. Ni tan siquiera para ser mártires. Basta la propia casa. Basta el propio trabajo. Basta la propia ciudad. Basta con hacer las cosas de cada día por Dios, conscientemente por Dios. Y ya él se encarga de ir metiendo en nuestra vida, como si fueran pasas en un bizcocho, las sorpresas que la vuelven interesante e incluso hasta demasiado entretenida.
 
Propósito: Agradecerle a Dios el ejemplo dado por la Sagrada Familia en Nazaret: se puede ser santo sin salir de casa, sin hacer cosas grandes. Basta con amar y eso está al alcance de todos.
Compartir este post
Repost0
21 febrero 2011 1 21 /02 /febrero /2011 16:06
Cuarta semana
 
La humildad de Dios.
 
San Pablo, cuando tuvo que explicar a los paganos que convertía el significado del nacimiento del Hijo de Dios, no encontró otro término mejor que el de humildad. “Renunció a su categoría de Dios y tomó la condición de esclavo”, dirá el maestro de los gentiles para hacer comprender a sus asombrados oyentes lo espectacular de la encarnación y de aquel nacimiento. Esto, que para nosotros es una idea tan conocida que ya no nos damos cuenta de su grandeza, te golpea fuertemente en el corazón cuando se visita Belén. En realidad toda Tierra Santa es el reino de una palabra: “aquí”. Lo mismo si visitas Nazaret que si te hincas de rodillas ante las piedras que Jesús regó con su sangre en la agonía del huerto o que si subes al Calvario, lo mismo en Belén que en Jerusalén, en Tiberiades o en Betania, la palabra “aquí” resuena con un poder tan grande en tu corazón que pocos logran resistirla.
 
Y de todos los sitios donde la piedra grita, uno de los más fuertes es, sin duda, Belén. “Aquí –te dices a ti mismo mientras oras en el cuchitril donde él nació-, aquí salió del cálido vientre de su Madre, sin romper su virginidad, para empezar a descontar minutos y avanzar hacia la muerte redentora. Aquí, en esta cueva que entonces sería todavía más húmeda y fría, es donde vio por primera vez la luz, que debió ser de algún candil o de alguna antorcha humeante. Aquí su Madre le dio de mamar la primera vez y aquí le lavó, le acunó, le durmió protegiéndole sólo con la fuerza poderosa y débil de sus brazos de mujer”.
 
Hay que ir a Tierra Santa. Hay que ir a Belén. El cristiano necesita dejarse educar, dejarse instruir por las viejas enseñanzas de las piedras, de los árboles, del lago, del desierto, de las callejuelas de Jerusalén, de la belleza de los templos que custodian los franciscanos. Hay que ir a Belén y aprender, tocando con tus manos estupefactas, lo que significó la humildad de Dios. Allí, en medio de aquella pobreza, de aquella desolación, de aquella cueva de ganado, allí nació el Hijo de Dios. Tanto amó Dios al mundo que no sólo envió a su único Hijo para redimir al mundo, para subir a la cruz, para derramar su sangre por los seres humanos, sino que quiso que todo hombre, por pobre que sea, por doliente y herido que esté, sienta a ese Dios cercano, próximo, igual. No nació rodeado de mármoles sino de piedra oscura y húmeda; no le recibieron los mejores perfumes del mítico Oriente, sino los del ganado que le daba calor; no tuvo sedas para cubrirse sino alguna zamarra vieja de pastor. En lo único que podemos envidiarle, y esto compensa todas sus carencias, es en los brazos de su Madre. No hubo cuna mejor, ropa mejor, mármol mejor.
 
Que la humildad de Dios, que la lección de la cueva de Belén, nos conmueva y nos convierta. Que podamos decirle, como María, con María: no tengo oro ni plata que darte, pero mi corazón es tuyo, mi vida es tuya y es tuyo hasta el último aliento de mi ser.
 
 
Propósito: Agradecerle a Dios que se hiciera hombre, que aceptara las limitaciones de ser hombre, para demostrarnos su amor, para enaltecer la naturaleza humana. Como le agradeció María.
Compartir este post
Repost0
14 febrero 2011 1 14 /02 /febrero /2011 16:03
Tercera semana
 
Virgen de la esperanza.
 
Nuestro pueblo le ha puesto una especie de mote a la Virgen en ese momento previo al parto, cuando el embarazo era ya inminente y ella no sabía cómo sería el fruto de Dios encarnado en una mujer. María de la O, le decimos a la Virgen cuando la vemos embarazada a punto de dar a luz. El nombre procede de las exclamaciones gozosas de la liturgia, que empezaban siempre con una exaltación a Nuestra Señora. En realidad, a María, en esa hora difícil, tensa, expectante, deberíamos llamarla Virgen de la Esperanza. De una esperanza diferente, desde luego, a la que tendrá cuando llegue la hora final, treinta y tres años después, y ella se encuentre entre los brazos a su Hijo muerto.
 
Pero eso ella no lo sabía en aquellas horas previas al parto, con la cueva de Belén ya algo adecentada y con la pobreza transformada en dignidad a base de amor y de esfuerzo.
¿Qué esperaba María en aquel momento? ¿Creía ella que el que iba a nacer iba a triunfar sobre todos hasta convertirse en un rey poderoso que habitaba en palacios y tenía cientos de sirvientes? ¿Esperaba ella convertirse en una influyente “Reina Madre” que estuviera por encima de los más importantes ministros y consejeros?. Nunca, ni siquiera en el momento de la concepción, cuando María no tenía datos sobre el futuro comportamiento de Dios para con ello y para con su Hijo, pensó María en hacer un negocio con aquel embarazo. Pero, si en algún instante lo hubiese pensado, motivos sobrados había tenido desde entonces para abandonar esas ideas. El Dios que dejaba a su Hijo nacer en una cuadra de ganado, no debía estar muy dispuesto a mover un dedo para que se convirtiera en el poderoso caudillo que esperaban los judíos con el título de “Mesías”.
 
La esperanza de María no estaba, pues, puesta en las joyas que podría lucir cuando su Hijo triunfase, o en el prestigio que tendría, o en lo que podría presumir de hijo célebre delante de las amigas. Tampoco soñaba Nuestra Señora con tener por Hijo a un “adonis”, a una criatura perfecta, guapísima, inteligente, brillante. María, en aquel momento decisivo, cuando todavía no había podido ver cómo sería su pequeñín, sólo esperaba una cosa: tenerle entre los brazos, fuera como fuera. Le quería antes de que naciera y le quería como sólo puede querer una madre: tal y como era. Le quería sin saber si sería rico o pobre, guapo o fe, listo o tonto. Naturalmente que fue guapísimo –salió a ella- y muy listo y todo lo demás. No podía ser de otro modo, pero, aunque lo hubiera sido, aunque hubiera tenido un defecto físico o psíquico, para María su Hijo era su Hijo y nada podía haber más valioso en su vida.
 
Cómo se nos presenta María, en esos días inmediatos al parto como la gran señora de la vida, de toda vida. En nuestro tiempo, tan selectivo, tan inclinado a valorar sólo que superar unos niveles de belleza, de riqueza, de cultura, la Virgen de la esperanza, Santa María de la O, nos invita a defender la vida humana desde la concepción hasta la muerte natural, sin hacer distinción, sin dejarnos llevar por las modas, por las comodidades, por esa difundida concepción de que los hijos se tienen para “realizarse como padres”, en lugar de para hacer felices a criaturas que, sin ti, no existirían.
 
Propósito: Agradecer a Dios el ejemplo de María en los días de dificultad previos al parto. Un ejemplo de esperanza, de abandono en Dios, de confianza en que cumpliría sus promesas.
 
Compartir este post
Repost0

Présentation

  • : Franciscanos de María, El Salvador
  • : La misión de los Franciscanos de María es vivir y difundir la espiritualidad del agradecimiento, ayudando a todos a comprender que ése es el corazón del Evangelio, aquello que Dios espera y tiene derecho a encontrar en el corazón del cristiano.
  • Contacto

Contactos

Telefono: (503) 2131-9333

 

Correo Electronicos:

 

Zona Paracentral: frmaria.esa.paracentral@gmail.com  y    frmaria.esa.paracentral2@gmail.com

 

Zona Occidental: frmaria.esa.occidente@gmail.com

 

Zona Oriental: frmaria.esa.oriente@gmail.com

 

Ministerio de Jovenes: jovenesfranciscanosdemaria@gmail.com

 

Coordinador General: Franciscanosdemaria@hotmail.com

 

 

 

El Muro de los agradecimientos

 EL MURO

El Santo Rosario online

santo rosario 02

15 min. con Jesús

15minjesussac